domingo, 28 de octubre de 2012

Lenai de Tubular / Ciudad Engranaje


Esta es Lenai, de la historia de Maüvia. Es uno de los personajes clave.
Vive en la Ciudad Tubular, una ciudad-archipiélago toda de acero y carbón. Es una ciudad enferma y está prohibido salir. Las familias se dividen en 7 estratos sociales y cada año hacen un Recuento, en el que si tienen suficientes puntos (dinero, honores, trabajo) suben de estrato y si no, bajan y se mudan a un estrato inferior, lo cual es una humillación pública. 
Lenai no participa en eso porque vive sola entre las chimeneas y los residuos del ferrocarril. Es una ermitaña de tan sólo 15 años, pero no tiene familia y no conoce otra cosa. Le gusta reutilizar viejas piezas de las máquinas de vapor para hacer otras nuevas y, aunque sea mujer, se presenta al Torneo de los Salvadores, sin mayor intención que la de ser financiada para largarse a ver mundo.  
Un ave gigantesca y misteriosa sigue sus pasos...




He compuesto una canción corta que iría entre dos largas en el álbum musical de esta historia, la cual algún día, quizás cuando acabe la carrera, o quizás en dos o tres veranos intensivos, conseguiré escribir, dibujar y componer. La letra:

Somewhere I don't know at all is too close to be true
What if this crack on the wall doesn't take me to you?
I heard the world that's beyond isn't good as a shelter
But after all what I've seen and have fought for I just don't care.
Dolse, I'm going through.


domingo, 29 de enero de 2012

bocetos 1








-J, ¿qué es una puesta de sol?
Mirna miraba a J con cara inquisitiva y sus ojos habían tomado un color violáceo-azulado. J, ruborizado, agachó la cabeza, le tomó la mano y observó que tenía las uñas de color rojo, pero no era pintura, sino su color natural.
-Una puesta de sol... sois vos.

martes, 29 de noviembre de 2011

residuos 1

_1
J nunca más salió de Maüvia.
Ni siquiera cuando se tiró por la ventana y su cuerpo caía plúmbeo sobre el grasiento suelo de la calle y sus rizos negros se aireaban por última vez, y su boca soberbia con los labios dormidos se entreabría por la velocidad, como si estuviera preparándose para besar su muerte.

_2
Aquel bastión gigantesco estaba hecho de torres de hierro tan sucias, tan oxidadas, que el alma moría un poco al mirarlas, y tan altas y delgadas como miles de hilos colgados de los confines del cielo. Pero el ojo humano (el de J) sólo podía imaginar aquello, pues esta mole oscura se perdía entre espesísimas nubes carbónicas que exhalaban pequeñas chimeneas emergentes, retorcidas como tubérculos deformes, o como los bronquios de un demonio. Volaba un cuervo de considerable tamaño alrededor de la nube carbónica, dando círculos, enloquecido y desesperado. A cada vuelta que daba alrededor del bastión perdía suficientes plumas para que se viera parte de su rosada piel de ave de manera triste e indigna. J observó al cuervo dar unas cuatro vueltas, y de repente cayó en picado, tan liviano como un abanico de seda negra, y sus plumas se desplazaban en todas direcciones, cortando la luz blanquecina que proyectaba la laguna de uno de los abismos donde caería.

_3

J dejó atrás el bosque de Macalania y lo hizo sin esfuerzos porque delante de él se hallaba un paisaje aún más asombroso. Un acantilado sin absolutamente nada de vegetación ni color estaba rodeado por un océano rojo, como si hubiesen desangrado un titán. Este océano se expandía por todo el campo de visión salvo por una mancha lejana, que parecía ser otro acantilado desolado; el inicio de un nuevo continente. En punta de cada uno de estos confines había una torre extraña. Era extraña porque emergía del terreno con suavidad, como si de una larga cola de vestido de novia se tratara, formada por raíces. Parecía que hubiesen brotado de manera natural, por un choque de placas tectónicas, lo cual parecía imposible dado que estaban muy alejadas. Las torres se estrechaban en el centro y volvían a abrirse como un árbol, de modo que las raíces que habían emergido del centro estaban completamente erguidas y las perimetrales completamente curvadas hacia fuera. Eran grises y majestuosas y se miraban frente a frente, oscuras y solemnes. Entonces J observó que estaban unidas por un puente finísimo, una línea delgada, fruto de la prolongación del terreno, que decaía en el centro rozando la altura del horizonte.
El cielo, envuelto en una pasta gris, reflejaba el rojo del océano, y sólo entonces J se dio cuenta de que en todo aquel vertido de vino tinto, en todo lo que sus ojos caídos luchaban por ver, no había un espacio donde no se librase una batalla naval. Barcos con velas blancas y barcos con velas negras se destruían a cañonazos, y los tripulantes caían al agua, si es que era agua o su propia sangre. Era una guerra infinita, que no dejaba sitio para nada más. Caer en esas aguas conllevaría inevitablemente a meterse de lleno en la batalla, ya fuera por una pérdida de equlibrio cruzando el afilado puente o tirándose desde el acantilado; un destino fatal por doquier.
J había llegado a Eudala, el mar de la eterna batalla entre los señores de las torres. Sin embargo en tierra reinaba la paz. Mientras abajo millones morían para evitar la invasión del otro, arriba negociaban plácidamente y se entremezclaban unos con otros en las numerosas galas y festines de la corte. La eterna lucha de los de abajo era el precio que había que pagar por el bienestar despreocupado de los de arriba.